El día más triste
de mi vida no fue el día en que murió mi madre, sino unos días
antes, cuando mi padre y yo llevamos a mi madre a urgencias y nos
dijeron que le quedaban días.
Fue el día que la
llevamos a casa para ver como se moría, y no por verla morir, lo
haría una y otra vez con tal de estar a su lado, sino por saber que
ya no había nada que pudiéramos hacer, que era irreversible,
injusto y demasiado pronto para ella, para todxs.
Esa sensación de a
mi no me va a pasar, desapareció y en su lugar se instalo la
vulnerabilidad.
Igual que el que
vive en paz y de repente una guerra se apodera de su ciudad y se ve
obligado a huir, nunca piensas que puedes ser tú.
Ese hecho, más que
ninguno, me impulsó a irme a Malta sin a penas saber inglés y
sabiendo que estaría sola la mayor parte del tiempo. A tener una
hija en Malta, sin ningún tipo de red, e irme luego a Sydney
teniendo pánico a montar en avión, sabiendo que la vida es ahora.
El día más triste
de mi vida me ha ayudado a seguir con la crianza que he creído mejor
para Julia, pese a no ser la norma. A ser valiente y buscar el camino
que mejor se adaptaba a nuestra vida familiar, que puede no ser el
tuyo, pero no es el dado por sentado.
El día más triste
de mi vida permitió buscar la vida que realmente quería vivir, no
esperes a que llegue el día más triste de tu vida para vivir, la
vida es ahora. O como diría la Carla adolescente que leía El Club
De Los Poetas Muertos, Carpe Diem.